lunes, 17 de marzo de 2008

El Jefecito

Hubo una vez un jefecito. El jefecito nació en un aula de clases. Fue un estudiante ejemplar. Siempre obtuvo buenas calificaciones. ¿Qué digo? Más que buenas calificaciones. Excelentes calificaciones. El jefecito, de estudiante, fue un tipo Cum Laude. Así es la vida.
A su entrada a nuestra oficina el jefecito, como todos los jefecitos, tuvo un padrino. Sin necesariamente ser Corleone, el padrino del jefecito interpuso sus mejores oficios para que el jefecito, que siempre tuvo claro que su destino era llamarse jefecito, a toda costa y cayera quien cayera, se convirtiera en jefecito, aunque sin ganarse el mote o el puesto a base de un trabajo constante y eficiente con las bases de la oficina. Esas bases que hacen que ese que se cree jefecito se convierta en jefecito a partir del proceso de mitificación.
El jefecito, hay que apuntar, es un mortal alucinado que nunca llegará a jefe, y que, sin darse cuenta, es propenso a que en cualquier momento le halen la alfombra y caer estrepitosamente en desgracia. Todo sucede dentro de su cabeza. El jefecito es un instrumento y nada más, algo de lo cual ni él mismo se da cuenta.
Veamos: Considerando que el jefe de departamento es el chivo expiatorio que acapara créditos cuando algo sale mal, y regala al dueño los beneficios que se consiguen cuando algo sale bien, la diligencia del jefecito en el trabajo, su eficiencia a la hora de complacer cada capricho de las altas jerarquías, lo convierte en un “yesman” y, por lo tanto, en un abanderado de la ceguera corporativa con que se dirigen los destinos de empresas pequeñas, medianas y grandes.
En mi caso, el jefecito es totalmente inofensivo para mí. No me puede tocar. Pero no he podido evitar observarlo y distinguir su lenguaje corporal, definir su perfil psicológico. Tarea divertida que, pronto, se tornó aburrida. No hay que confundirse, el jefecito tiene integridad, aunque poca. Su instinto de preservación, sin embargo, está muy, pero muy desarrollado. Por lo tanto, el jefecito no se tira a nadar. No se la juega. No cuestiona. Sus opiniones son camaleónicas. Cuida su terreno como una leona despechada.


Pero los jefecitos, a la corta o a la larga, fracasan. El caso del jefecito de mi oficina presenta una variante innovadora de un patrón de comportamiento nada original. Los jefecitos fracasan porque se dejan llevar por el entusiasmo enajenado que provoca su fe enloquecida en lo que ellos creen que es seguro. En pocas palabras, que los jefecitos fracasan porque se van de boca.
Esto fue lo que sucedió: El jefecito de mi oficina se creyó la última Coca Cola del desierto y abordó a la hija del jefe (el de verdad) con propósitos, si bien nada malsanos, románticos por demás. El sujeto quiso perpetuarse. Creyó, verdaderamente, que podía acceder a un círculo que no era el suyo. Algo natural. El tipo tenía su agenda personal. ¿Qué les voy a decir? Al jefecito se le fue el gatillo. Al número uno no le gustó para nada el lance del jefecito, y le haló la alfombra.


Lo último que vi del jefecito fue una caja de papel continuo llena de sus artículos personales, incluyendo una breve colección de carritos “Hot Wheels” que exhibía en una credenza detrás de su escritorio con evidente orgullo. Me dicen que, con las buenas relaciones que hizo a partir de su trabajo en nuestra empresa, el jefecito consiguió inmediatamente un empleo en un complejo turístico del interior del país. Actualmente planea casarse. El problema es que el objeto de su deseo, la hija de su nuevo jefe, ni siquiera ha sido informada de que tiene novio. Cuidado con esta alimaña. Lo aguanta todo, como las cucarachas.

*DARWIN E. MEDINA P., es un ejecutivo ya maduro que antes se evadía por las noches de los rigores de su vida y que ahora se ha entregado a esos rigores aceptando que son el bálsamo producto de su fertilidad profesional y personal.
gracias a :Mercado Media Network

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